El arrope, desconocido dulce de vendimia.

Dentro de la mejor tradición de nuestra gente del Condado, se encontraban algunos dulces y otras exquisiteces que el discurrir de la historia fue haciendo desaparecer de tal forma que, en la actualidad se consideran algo perdido en el tiempo y en el espacio de nuestra cultura gastronómica y repostera, como si fuera una pieza de un posible museo de artes y costumbres culinarias.

El más significativo de estos dulces, de auténtica confección casera, era el "arrope", palabra cuya raíz indica algo así como abrigar, aumentar el calor de un producto de tal forma que su propia esencia suba de grados hasta hacerse, en el caso de un líquido, gelatinosa y concentrada. La desaparición de este dulce puede estar motivada por una serie de comportamientos sociales que ya están obsoletos, al haber perdido la causa que los motivaban.

El arrope se hacía en las casas de los pequeños propietarios de los no tan felices años cuarenta, porque así obtenían las familias de nuestros viticultores un postre nutritivo, exquisito, atrayente y lo que era más importante, barato, puesto que se confeccionaba dentro del propio entorno familiar. Incluso la materia prima no comportaba gasto alguno, porque se obtenía de la propia cosecha particular de cada uno. Se trataba de restar la última carga de uvas, las que por razón natural permanecía más tiempo en las cepas y, por consiguiente, conseguía unos grados superiores a la media de lo recolectado, y de esta carga iba a salir el mosto necesario para confeccionarlos.

Para su preparación, el mosto se depositaba en tinajas de barro cocido, desde hacía unos días, mezclado con tierra albariza para que decantara y estuviera todo lo claro que se necesitaba para verterlos sobre los peroles de cobre o de metal. Limpio y desinfectado, porque en las propias tinajas se le había suministrado un canto de pajuela para evitar cualquier acción microbiana, comenzaba a hervir este mosto y en unas horas, todo era hervido, para pasar después a esmuparlo. Y así, hasta el punto óptimo, cuando el ojo clínico de las señoras decretaba que aquello estaba en el momento idóneo para proceder a echarle las llamadas “tajadillas” de sidra, calabaza o boniato, previamente preparadas. El arrope presentaba un color amarillo oro, atrayente y oloroso, que presagiaba un gusto inconfundible a la hora de ser consumido.

Parte de este cocimiento que comportaba el arrope se guardaba para hacer el “perrengo”, una especie de masa gelatinosa de color oscuro, provocada por el mayor sancochado del mosto hervido al que se le daba mayor punto de cocción. Apenas enfriado, los niños y niñas de la casa tomaban en las manos una porción pequeña y procedían a estirarlo una y otra vez, mientras pasaba de una mano a la siguiente, hasta conseguir que se pusiera rubicundo, pues mientras más claro, más gustoso estaba al paladar. En el momento de degustarlo, tenía cierta reminiscencia a la uva, afrutado, como una premonición del vino joven que se fabricaría en el Condado.